Mariano, uno de mis amigos verdes en Instagram y mi compañero de cuarto, recién volvió de México después de seis años de no ver nahuales. Es mi mejor amigo junto con Ro, Andrés, Emanuel y Luis. Como tenemos el mismo trauma compartido, los quiero, incluso si alguno es de provincia —de hecho, tanto Mariano como Ro son del Estado (cruz, cruz, cruz)—. Como considero a Mariano mi familia, le ofrecí la casa de mis papás cuando me comentó que quería visitar la capital. 

Al tiempo que hacía tan mínimo gesto de agradecimiento para con su amistad, le pedí a mi mamá que me consiguiera los dos libros que me faltan del más grande narrador de nuestra América, le duela a quien le duela: Jorge Ibargüengoitia. Le dije que le pagaría Mariano. A Mariano no le dije nada de pagarle a mi madre: ya mucho me ayudaba trayéndome los libros. Un plan perfecto. Hice lo que un cedemeco haría aun estando tan lejos de su tierra de chapopote, y no fue robarle a mi mamá ni aprovecharme de mi amigo: me desentendí del asunto en lo que se arreglaba solo.

Los dos libros que mi madre buscó en librerías de viejo —para no gastar tanto— fueron Estas ruinas que ves y Los pasos de López. Acabo de terminar de leer el segundo. Por otro lado, Estas ruinas que ves lo tuve por primera vez entre mis cejas hace cinco o seis años: somos viejos conocidos. Me lo prestó Andrés cuando nos sentábamos juntos en un salón del Claustro de Sor Juana apenas unos días antes de darnos de baja. Aunque no es mi libro favorito, lo revisito cada cierto tiempo. 

La trama de Estas ruinas que ves es de las más sencillas y de las más clásicas de nuestro querido feo —así como Casciari asegura que los hinchas de Borges le pueden decir “el Ciego” (a Borges) de cariño, yo a mi héroe le digo como a mí me dé la gana: bueno fuera que se ofendiera y me viniera a jalar las patas. Por cierto, tiene una entrevista en la que afirma que es más fácil triunfar en esta vida si uno es guapo como Paz o como Fuentes. Tan observador, mi querido feo—. No tiene los plot twists de Dos crímenes ni los personajes entrañables de Las muertas, tampoco el humor exquisito de sus Viajes por la América ignota, pero tiene algo que permite su canonización como escritura santa, y es la siguiente frase conjurada en sus hojas —y en el ebook—: 

«Ese árbol que ves allí —me dijo, señalando un eucalipto— es un cedro”. 

La idea original de este escrito era ahondar en el contexto de esta oración dentro de la novela.  Sin embargo, Mariano me dijo que la copia de Estas ruinas que ves que me mandó mi mamá venía en una de las maletas documentadas que perdió Aeroméxico en Viena. Yo creo que solo me dijo eso para que, cuando por fin llegara el chofer de servicios aeroportuarios con sus dos maletas extraviadas, yo lo ayudara a arrastrar veintitrés kilogramos de guayaberas, playeras pirata de la Liga MX y dulces de tamarindo cuatro pisos para arriba por las escaleras. 

No se sabe lo que le pasó a la copia de Estas ruinas que ves que estaba esperando, pero no llegó nunca. Aún no sé si hacerme la víctima con mi mamá, acusar a Mariano de mal amigo o mandarle un correo electrónico a la aerolínea. Sea como sea, la hipótesis de esa versión del escrito era: ese eucalipto señalado como cedro es parte de la flora de nuestra cosmovisión como mexicanos. Es lo que dice el espíritu a través de nuestra raza. En cuanto sepa cómo se escribe en árabe, me lo voy a tatuar. 

He de agregar que como literato graduado estoy calificado para malpronunciar il n’y a pas de hors-texte cuando me parezca necesario. Esta carta Yu-Gi-Oh postestructuralista y postmoderna significa que puedo interpretar a mis anchas. Por lo tanto, la única fuente primaria de este ensayo es esa frase que dijo alguno de los personajes de Estas ruinas que ves a otro —u a otra. La verdad es que no me acuerdo de quién se lo dijo a quién, y esta no es la hora del chisme—.  

Los últimos 15 de septiembre le han demostrado a mis paisanos que la fiesta es mejor sin mí: me pongo malacopa y utilizo mis redes sociales como si fuera un ex-presidente. Durante las fiestas patrias entiendo mejor que nadie cómo resolver los problemas del país. También le digo a todo el mundo qué es ser mexicano, en dónde están los seis versos desaparecidos del Himno nacional, y remato con que no hay nada que celebrar. Luego, me voy a dormir —casi siempre solo porque mi novia ya no quiere saber nada más del cura Hidalgo— y, después de pedirle a mi familia que me guarde un plato de pozole rojo de cabeza, por si un día vuelvo a verlos, me escondo entre las sábanas para escuchar en YouTube, una vez más, a Jorge Ibargüengoitia explicar qué es ser mexicano. Nada más mexicano que lo que tenga que explicar un muerto —y guanajuatense, además—.  

En pocas palabras, Ibargüengoitia dice que la cuestión no es el país, sino sus pobladores —o sea que también es cosa de los DJs gringos sin papeles en Playa del Carmen y de Laura Bozzo—y que es probable que Ro, Mariano, Andrés, Luis, Emanuel y yo seamos agachones, acomplejados, abusivos y, encima, chaparros. Y sí, pero no todos, ni pecamos todos de lo mismo. Andrés, por ejemplo, me parece un tipo muy alto. “Ese wey que ves ahí —digo señalando a un hombre de 1.77— es mi amigo Andrés; míralo qué grande está”.

Aunque Ibargüengoitia parezca cruel, podría pensarse que está haciéndonos un favor: hay quienes piensan que somos peores. Como Guillermo Sheridan. Cuando dice que “el mexicano es ignorante, violento, tonto, fanático, corrupto, ladrón, abusivo, caprichoso, cursi, temperamental, alcohólico, arbitrario, golpea a las mujeres y a los niños, idolatra el ruido, tira basura, no respeta el derecho ajeno, se pasa los altos, evade impuestos, comete todo tipo de tranzas, cree que la Ley no es la Ley y no sabe tirar penaltis”, parece indicar que somos una bola de gandallas.

Si mal no recuerdo, Estas ruinas que ves cuenta la historia sobre un académico del Bajío que no es quien dice ser; en Los relámpagos de agosto pasa lo mismo, pero con un caudillo. En Los pasos de López todos son unos mentirosos involucrados en una conspiración disfrazada de tertulia. Nuestra nación se originó a partir de un abrazo muy fértil entre dos varones que se vieron la cara mutuamente. “Eso que ves ahí —dijo Iturbide a Guerrero, señalando el Virreinato— es un imperio”. Ilógico sería confiar en quien tenemos enfrente, tanto en la fila del pago de tenencia como en la de las tortillas. “Eso que ves ahí —dice alguien señalando el cuerpo de la persona de enfrente— no es la cola: es el hombro”.  

Pero la norma no es la regla. Que un par de ejemplos notorios indiquen que, en efecto, somos unos gandallas sigue siendo una generalización. No todo está perdido. Hay mexas de calidad, como Yuya o Saskia Niño de Rivera, y también Cristina Rivera Garza, quien, en El invencible verano de Liliana, escribió: “estamos bajo un árbol lleno de pájaros invisibles. Al inicio pienso que debe tratarse de un olmo […] pero pronto, apenas un par de días después, me queda claro que es un álamo”.

En México no confiamos en nadie, a no ser que haya un terremoto —pero uno en serio, de esos que tiran los barrotes del primer piso de cualquier casa—. El 19 de septiembre de 2017, toda la gente andaba haciendo tortas, recogiendo escombros, voceando nombres o, ya de perdida, estorbando, porque lo importante es participar. No confiamos en los sacerdotes, pero sí en las monjitas. No confiamos en las televisoras, pero sí en Wendy Guevara. Ya no creemos en la CONADE, pero esperamos que nuestra delegación olímpica nos represente dignamente. Si el anteriormente mencionado cedro, que en realidad es un eucalipto, se le estuviera viniendo encima al interlocutor del narrador, este último lo empujaría fuera del peligro, aunque en la siguiente página se agarraran a balazos —o, como lo formularía Ibargüengoitia, “se pasaran por las armas”—. 

Desde esta perspectiva, mi mamá y Mariano me hicieron un favor, o cuando menos no me hicieron un mal. Si bien Estas ruinas que ves no llegó a mis manos —suponiendo que el libro haya sido comprado en primer lugar—, pude escribir este ensayo. La voz del feo es un eco aún válido: muchas historias tienen un argumento ibargüengoitiano, dentro y fuera de la ficción. Eso que ves ahí no es una calle, es un salón de fiestas. Eso que ves ahí no es pobreza, es potencial. Eso que ves ahí no es un acapulqueño menor de edad vendiendo empanadas, es un joven emprendedor. 

Algo no es lo que es, sino lo que decimos que es. Que es casi equivalente a decir que algo es lo que quisiéramos que fuera, con la misma seguridad que nos hace falta en cada momento y a cada paso: como electores o contribuyentes, y como lectores también. Por eso, la ficción mexicana es la más real del mundo. Jorge Ibargüengoitia señala un eucalipto y dice “así lo veo yo, que me crea quien quiera y que no, quien pueda”. Enfrentamos la incertidumbre esperando que pase lo mejor. O eso parece.

Fotograma de la película Estas ruinas que ves (1978) tomada de Mubi.

Fernando Gepé (Brno, Chequia, 2000) Estudiante de literatura. Ha publicado en Río seco, Por escrito, blog de Cultura UNAM, Celdas Literarias, Cantón Poético y Thus Spoke. Sus temas e intereses se centran en la política, el crimen organizado, la violencia, el humor, la teoría literaria y la historia.

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